Tengo la buena costumbre de hacer turismo deportivo. Me explico. Me interesan los museos, monumentos y parajes naturales de los lugares que visito, pero también los templos del fútbol, aquellos lugares en los que, además de haber vestigios de tiempos remotos, se respiran emociones en las gradas vacías. He estado en la Bombonera de Buenos Aires, el Campín de Bogotá, el Phillips Stadium de Eindhoven o el Lerkendal de Trondheim, donde el Valencia hizo el ridículo el año pasado en la Liga de Campeones. Me gusta visitar los estadios vacíos, imaginar que esas gradas desiertas se llenan de aliento a cerveza, cánticos desaforados e hinchas apasionados que empujan a su equipo hacia la victoria.
Pero, de todos los campos de fútbol que he visitado en mi vida, para desespero de mi pareja, recuerdo dos con extraña nitidez. Uno es el antiguo Olympiastadion de Múnich, una caldera excavada en las entrañas de una montaña, por el que se accede desde el punto más alto y en el que se podía sentir, en aquel frío día de invierno, el hálito de los seguidores bávaros, el espíritu de futbolistas como Maier, Müller o Benckenbauer, el calor humano mezclado con la calefacción de los asientos. El otro es el viejo Highbury, el lugar en el que, como decía Nick Hornby, jugaba el equipo más aburrido del mundo, aquel Arsenal que representó el fútbol inglés carpetovetónico del patadón y el mordisco antes de que Arsène Wenger hiciera del equipo londinense un modelo para el fútbol moderno.
Quizá recuerdo con especial cariño ambos estadios porque en ellos ya no se juega al fútbol. El templo de los Juegos Olímpicos de 1972 ha quedado como un recuerdo del pasado, como una momia que permanece dormida y que avisa de que, en otro tiempo, un equipo glorioso jugó allí al fútbol. Highbury fue derribado para construir algún centro comercial o una manzana de casas, para dar ejemplo de que el Arsenal fue una vez algo de lo que avergonzarse por parte de sus fanáticos, pese al enorme bagaje de recuerdos que encerraban sus gradas.
Siento un escalofrío cuando pienso que a Mestalla le va a suceder algo parecido. Estoy seguro de que el Nuevo Mestalla, o como coño lo llamen quienes rijan el Valencia el día de su puesta de largo, será un campo mucho más cómodo, más divertido para que la gente que va al fútbol a ver un espectáculo (concepto tan absurdo como el que va al cine para pasar el rato) se lo pase en grande con sus tiendas, puestos de comida y bebida y atracciones varias. Pero Mestalla, el viejo campo en el que aprendí que la vida era igual que el fútbol, un lugar en el que ganan los de siempre pero en el que los que no ganamos tenemos derecho a soñar, nunca será peor que ese modelo de recinto deportivo.
No estoy hablando de los goles que he visto en Mestalla, las alegrías que he compartido o las decepciones que he sufrido, sino de algo mucho más prosaico. De las sillas de anea que poblaban la tribuna cuando era niño, de la fría grada de numerada o los escalones de general de pie. Del marcador simultáneo Dardo, con sus Tervilor, Radiant o Camisas Ike, de la megafonía que anunciaba que alguien se había dejado el coche con el motor en marcha y tenía que ir a apagarlo o de los vendedores de Turrón Viena o ¡Hay bombón helado!. Del tipo que vendía chupitos de alcohol y que en su bodega portatil sólo albergaba una botella de Soberano y otra de Ponche Caballero. De aquel marcador compuesto por cuadrados fluorescentes al que subía un tipo con el número cuando un equipo marcaba un gol. Del machacón Pollos asados, Casa Cesáreo o de los gatos que alguien soltaba de vez en cuando para que corretearan por el césped e interrumpieran el partido. De otro marcador, el más moderno de Europa en su época, que permitía ver el minuto de juego por medio de un reloj analógico. De las ignominiosas vallas que la gente agitaba el marcar un gol el Valencia o de Manolo el del Bombo cayéndose de la valla que separaba la general de la numerada y rompiéndose una pierna. De la señora mayor, La Loca para todo el campo, que desde la esquina de la general del Gol Gran no cesaba de gritar contra el árbitro o los jugadores del equipo contrario. Del empleado de la puerta de entrada, que a cambio de un puro barato nos guardaba el programa del partido.
El Nuevo Mestalla, o lo que sea, nunca tendrá eso. Porque lo tengo yo en la memoria y con ello he aprendido a vivir.
Paco Gisbert
Socio del Valencia CF
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Pero, de todos los campos de fútbol que he visitado en mi vida, para desespero de mi pareja, recuerdo dos con extraña nitidez. Uno es el antiguo Olympiastadion de Múnich, una caldera excavada en las entrañas de una montaña, por el que se accede desde el punto más alto y en el que se podía sentir, en aquel frío día de invierno, el hálito de los seguidores bávaros, el espíritu de futbolistas como Maier, Müller o Benckenbauer, el calor humano mezclado con la calefacción de los asientos. El otro es el viejo Highbury, el lugar en el que, como decía Nick Hornby, jugaba el equipo más aburrido del mundo, aquel Arsenal que representó el fútbol inglés carpetovetónico del patadón y el mordisco antes de que Arsène Wenger hiciera del equipo londinense un modelo para el fútbol moderno.
Quizá recuerdo con especial cariño ambos estadios porque en ellos ya no se juega al fútbol. El templo de los Juegos Olímpicos de 1972 ha quedado como un recuerdo del pasado, como una momia que permanece dormida y que avisa de que, en otro tiempo, un equipo glorioso jugó allí al fútbol. Highbury fue derribado para construir algún centro comercial o una manzana de casas, para dar ejemplo de que el Arsenal fue una vez algo de lo que avergonzarse por parte de sus fanáticos, pese al enorme bagaje de recuerdos que encerraban sus gradas.
Siento un escalofrío cuando pienso que a Mestalla le va a suceder algo parecido. Estoy seguro de que el Nuevo Mestalla, o como coño lo llamen quienes rijan el Valencia el día de su puesta de largo, será un campo mucho más cómodo, más divertido para que la gente que va al fútbol a ver un espectáculo (concepto tan absurdo como el que va al cine para pasar el rato) se lo pase en grande con sus tiendas, puestos de comida y bebida y atracciones varias. Pero Mestalla, el viejo campo en el que aprendí que la vida era igual que el fútbol, un lugar en el que ganan los de siempre pero en el que los que no ganamos tenemos derecho a soñar, nunca será peor que ese modelo de recinto deportivo.
No estoy hablando de los goles que he visto en Mestalla, las alegrías que he compartido o las decepciones que he sufrido, sino de algo mucho más prosaico. De las sillas de anea que poblaban la tribuna cuando era niño, de la fría grada de numerada o los escalones de general de pie. Del marcador simultáneo Dardo, con sus Tervilor, Radiant o Camisas Ike, de la megafonía que anunciaba que alguien se había dejado el coche con el motor en marcha y tenía que ir a apagarlo o de los vendedores de Turrón Viena o ¡Hay bombón helado!. Del tipo que vendía chupitos de alcohol y que en su bodega portatil sólo albergaba una botella de Soberano y otra de Ponche Caballero. De aquel marcador compuesto por cuadrados fluorescentes al que subía un tipo con el número cuando un equipo marcaba un gol. Del machacón Pollos asados, Casa Cesáreo o de los gatos que alguien soltaba de vez en cuando para que corretearan por el césped e interrumpieran el partido. De otro marcador, el más moderno de Europa en su época, que permitía ver el minuto de juego por medio de un reloj analógico. De las ignominiosas vallas que la gente agitaba el marcar un gol el Valencia o de Manolo el del Bombo cayéndose de la valla que separaba la general de la numerada y rompiéndose una pierna. De la señora mayor, La Loca para todo el campo, que desde la esquina de la general del Gol Gran no cesaba de gritar contra el árbitro o los jugadores del equipo contrario. Del empleado de la puerta de entrada, que a cambio de un puro barato nos guardaba el programa del partido.
El Nuevo Mestalla, o lo que sea, nunca tendrá eso. Porque lo tengo yo en la memoria y con ello he aprendido a vivir.
Paco Gisbert
Socio del Valencia CF
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13 comentaris:
¡qué bueno!
Para mi había dos tipos singulares por encima de todo. El hombre del marcador y el que recogía las banderas una vez acabado el partido. Imaginaba para ellos vidas solitarias y retiradas. Recuerdo que al cruzar Blasco Ibañez para volver a casa siempre miraba atrás para cercionararme de que el hombre de las banderas cumplía con su heroica misión. Creo que era envidia. Yo no soñaba con ser futbolista...pero si con recoger las banderas algún día.
bar Torino
Bravo Paco. Para singular y auténtico el vendedor de la regalicia. Para tontorrón y afectado el que acompaña a las bandas en Mestalla fumando el habano y se detiene ante los Yomus como si fuera él el que paga la fiesta. Una mañana de domingo me lo encontré en la Plaza Redonda cambiando cromos para sus nietos. Alguien lo reconoció y puso cara de orgullo, como si hubiera escrito El cuarteto de Alejandría o tuviera la patente del chupa-chup.
tempo è dolore
Es evidente que el hombre del puro merece un post para el solo. Yo creo que es el suegro de Gallolo.
bar Torino
La foto de este post tiene mucha tela que cortar. Es del verano de 1977, un par de meses después del arbitraje de Sanchez Ríos contra el Zaragoza que acabó con invasión de campo y obligó a la Federación a tomar medidas. De alguna manera, Mestalla fue el detonante final. Cuando esta foto fue tomada la reforma del mundial82 ya tomaba cuerpo a la vuelta de la esquina (unos 8 meses después). Y algo de lo que no hemos hablado: ya se percibe con claridad como la general de pie ha sido reducida y por tanto también el aforo.
bar Torino
Confirmado: el del puro cambia cromos para su nieto. Le he preguntado donde había dejado a la banda y se ha reído, me ha dado la mano como si se tratara de un viejo amigo. Eso sí, el puro sólo lo fuma después de almorzar. Lo llevaba preparado en el bolsillo de su polo.
Hoy en la Plaza Redonda. Personaje donde los haya.
Como bien, decís, el del puro de las bandas merece un post aparte. Mis vecinos de localidad acostumbraban a abuchearlo por considerarlo "enchufado de Paco Roig", algo que creo que es cierto. De hecho, debe de ser de los pocos que no se ha cargado Soler en sus cuatro años de política de tierra quemada.
El del puro es la única herencia visible del roigismo junto con la reforma buñuelística. Aunque en honor a la verdad, el buñuelo le devolvió a Mestalla su verticalidad pretérita.
Imagino al del puro sacando pecho en el bar del barrio. Como si fuera una autoridad en la materia. Es, por decirlo de alguna manera, el anti-gallolo del patetismo. El reverso en apariencia amable de una misma y patética realidad. "Ye, que sóc el del puro"
bar Torino
Impagables apreciaciones.La mirada de un campo vacío, adquiere la dimensión del potencial que alberga, pero los prolegómenos crean la atmósfera propicia para sentir y rememorar que lo visto y oído allí, es el susurro de siempre.
Sé de algunos aficionados que echaban el resto para ser los primeros en aparecer en la grada. Daba igual que el arroz de la paella o los garbanzos del cocido estuvieran en los primeros tramos de intestino: ser el primero, elegir una valla de general de pie y contemplar minuto a minuto la desaparición del cemento, era un elemento necesario en su tradición en Mestalla. Una ceremonia repetida con un eco efervescente, en el que se adivinaba por momentos la siguiente escenificación, como por ejemplo la salida de los camilleros de la Cruz Roja como la campana de aviso para que la adrenalina se adentrara entre el río salvaje de nuestra sangre y acelerara su galope cardíaco.
Alfredo Cardona
Me imagino al del puro como propietario de una tienda de electrodomésticos. Cadena Master. No hace vida de barrio salvo en verano. Debe ser presidente de la Comisión de Fiestas en La Cañada. Lo mejor deben ser los ensayos durante la semana por el pasillo. Es vicepresident de la Falla y autor de apropòsits falleros. El comentario a su mujer para justificar la compra en El Corte Inglés, cuando caen cuatro gotas: "Conchi,ten en cuenta que con esa gabardina ya puedo salir a Mestalla"...
Tempo è dolore
Lo mejor de todo esto es que, entre todos, hemos trazado el perfil imaginario del tipo del puro. Sabemos dónde vive, en qué trabaja y, parafraseando a José Luis Perales, a qué dedica el tiempo libre. Todo un retrato-robot ficticio de un personaje real.
Propongo título: biografía no autorizada del sr del puro.
Seguro que de niño iba a Vallejo.
bar Torino
Ni siquiera se traga el humo. El rito del habano es una nostalgia de sus tardes lúbricas en Benimar. Hasta aquí puedo escribir...
tempo è dolore
Sé que esta aportación tendrá el contrapunto negativo de restarle épica a ese constructo de personaje que entre todos habíais creado, pero ojeando una Val de VAC de 1997 he tropezado con una reseña que revela su identidad. El hombre en cuestión se llama Nicasio Agustina, natural de Bunyol y simpatizante de Los Litros, una de las 2 bandas de música con las que cuenta la localidad.
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