No sabía que aquel viaje iba a acabar por fundir del todo el escudo del Valencia CF en su corazón, y no por el resultado del partido. Se había dejado convencer para ir. No estaba siendo una buena época ni para el país ni para él, pero si algo le ayudaba a soportar las penurias era su club. Las ligas y las copas le habían dado fuerzas para seguir adelante los últimos años, pero últimamente su ánimo había decaído y parecía que la mala suerte rondaba al equipo.
—Ya verás que esta es la buena, es la revancha. —Su amigo Tonet, que conduce en silencio desde hace un rato, intenta animarle.
—Seguro —dice Vicent, no muy convencido.
Ahora le ronda por la cabeza que en Quart de Poblet van a inaugurar en pocas semanas un colegio. Espera que el maestro tenga suerte y le dejen trabajar libremente. Sacude la cabeza para tratar de evadirse de todo, no está siendo un buen copiloto. Tonet sigue hablando, aunque no le está escuchando.
—Ellos han tenido unas semifinales complicadas y nosotros no nos desgastamos mucho contra el Sevilla. ¡Nos los comemos, Vicent, nos los comemos! —La sonrisa del conductor empieza a ensancharse; está a nada de cantar «La manta al coll».
—Mira que te emocionas enseguida y luego…, mira el año pasado…
—¿Para eso te traigo? ¡No seas cenizo! —Ya pueden ver el estadio de Chamartín.
—No me trae buenos recuerdos… —dice, señalando el campo de la capital.
—¡¿Vols callar, collons?!
Nada más bajar del coche, Vicent saca su pitillera. La mira por enésima vez mientras saca un cigarro.
—Disculpe, ¿tiene fuego? —Detiene a un hombre de mediana edad por la calle que pasea con tres chicos más jóvenes.
—¿De Valencia? —le pregunta el interpelado, que ha notado su acento.
—Sí, venimos a la final. —Señala a Tonet, que ante el calor del verano está dejando la chaqueta en el coche y sacando unos banderines valencianistas.
—¡Nosotros también! ¡Esta vez les ganamos! ¡Cuatro a cero, les vamos a devolver los cuatro!
—¡Hala! Yo con ganar… —dice el más joven.
—Patirem, però guanyarem, ja ho voràs... —añade otro dirigiéndose a Tonet, que se suma a la porra de resultados y se deja contagiar por la euforia valencianista.
De repente, Madrid parece una extensión de Valencia, porque al ver los banderines se han acercado más aficionados.
—¿Tiene cerillas? —insiste Vicent, que ha vuelto a desconectar de la situación.
—¡Por supuesto! —El aficionado saca una caja de fósforos con el escudo de su equipo. Prende uno y se lo acerca—. ¡Quédate la caja entera! —le dice, animado. Se siente desprendido y sólo piensa en levantar la copa.
Con el cigarro encendido respira más tranquilo. Tras dar un par de caladas deja que le invada el entusiasmo de los suyos. Empieza a pensar que se puede ganar, que Quincoces ya ha demostrado que puede hacerlo.
Deciden ir todos juntos a comer a un bar cercano. La sobremesa se alarga y empiezan a rememorar goles y jugadores. Hasta los más agoreros se suman a la fiesta y creen en el equipo. Pero Vicent, pese a su renovada motivación, le da vueltas a lo último que le ocurrió en el trabajo. Su cabeza le dice que debe venderla, su familia agradecería muchísimo una ayuda económica, pero él no la cogió por eso, si no por lo que representa para él, por su valor sentimental.
Encontrarla es lo mejor que le ha pasado en los últimos meses y le gusta tenerla.
—¡Venga, o no llegaremos!
Vicent puede ver, oír y sentir en su piel a la afición del Valencia, que con sus cánticos y con su fervor está adueñándose de la entrada del estadio. Se hace escuchar más que la culé. Hacen surgir su sentimiento valencianista como si fuera un ente, y lo llevan en volandas entre todos; flota y se respira en el aire. Sabe que el Valencia está por encima de todo. Mira a la gente que se ha desplazado, la alegría inundando los rostros. Es día de partido, es día de final y juega el Valencia. ¿Puede haber algo mejor? La emoción le hace gritar:
—¡Venga, va! —Tonet le mira satisfecho y se frota las manos con ahínco.
Se puede. Ya no hay miedo al Barça. El Barça es el que tiene que tenerlo, porque el Valencia y su afición han llegado.
Antes de que empiece el partido, ya dentro del estadio, las dudas hacen zozobrar a Vicent una última vez al recordar la final de hace dos años. Sonríe; está acostumbrado a este tipo de vaivenes emocionales. Piensa que ahí está la gracia de pertenecer a un gran club como el suyo. Pese a todo y pese a todos, ahí están y estarán.
—¡Vamos! —Tonet jalea al equipo.
Vicent saca la pitillera. La mira pensativo mientras extrae un cigarro. Lo enciende.
Los azulgrana comienzan dominando el partido y el temor empieza a adueñarse de algunos. Vicent ya va por el segundo cigarro cuando oye el primer «¡burro!». Nervioso, agacha la cabeza, pensando en el arqueo que hizo en Monte de Piedad.
—¡Esa es, Seguí! —Tonet alza la voz.
Cuando Vicent levanta la cabeza ve a Buqué jugar con Pasieguito. El rumor empieza a trasformarse en vítore cuando recibe Fuertes y, a la media vuelta, dispara con la zurda.
—¡GOOOOL! —La marabunta valencianista se abraza.
El éxtasis embriaga a Vicent de felicidad. Incluso cuando el colegiado pita el saque de centro, Tonet y él siguen celebrando el tanto de Fuertes.
Vicent pierde la noción del tiempo. Cuando menos se lo espera, el árbitro señala el descanso. Los últimos treinta minutos han sido fugaces, algo que no le sucedía desde hacía mucho tiempo. Escucha a alguien deshacerse en elogios hacia Luis Casanova. Al oír el nombre del presidente, saca un nuevo cigarro y espera fumando a la reanudación.
La segunda parte arranca de forma inmejorable. Tonet y Vicent gesticulan con cada acción, totalmente conectados y metidos en el partido. Son uno con los jugadores.
—¡Fuertes! —Cabecea hacia delante Vicent al ver al jugador driblar.
Se va de uno, de dos... Y da un pase atrás.
—¡¡¡GOOOOOOL!! —estallan de júbilo una vez más. No sólo están ganando, si no que se están deleitando.
Manuel Badenes ha enviado el balón al fondo de las mallas. Cuando acaban de saltar, Vicent tiene que darse la vuelta para secarse las ojos. Conforme están las cosas últimamente, estas lágrimas son un elixir para él. El equipo le ha devuelto el apoyo incondicional. David está venciendo otra vez a Goliat. Se siente grande.
—¡Esto está hecho! ¡Esta noche...! —Pero el aficionado no acaba la frase, porque tiene los ojos clavados en el césped. Mañó y Badenes vuelven al ataque con una gran jugada. Vicent se da la vuelta a tiempo para ver como chuta Fuertes.
—¡GOOOOOL!
No se lo pueden creer, van tres goles ya. Vicent se siente fuerte. Siente que está ante algo memorable, ante un gran momento de la historia de un gran club. Su club. Que el instante tan mágico que están viviendo es a la vez algo pequeño en comparación con lo que es y será el Valencia como institución y como símbolo. Y entonces entiende algo.
Deja de prestar atención al partido. Todos están eufóricos y parece que la vida les sonría de repente. La pelota ha entrado. Tres veces. Se han enamorado de cada gol. Se han sentido poderosos cada vez que Velasco no ha podido detener el esférico.
—Oye, Tonet —dice casi al tiempo que el árbitro pita el final y los valencianistas se convierten en una masa homogénea perfecta. Su amigo le mira con las pupilas dilatadas de la emoción, y el blanco y el negro de sus ojos le parece una combinación perfecta.
Como vestían al principio.
Valencianistas de corazón y de mirada, piensa.
—Dime.
—¿Gorostiza volvió al norte cuando se marchó? —Tonet no entiende a qué viene esa pregunta, pero pocas veces comprende a su compañero de fatigas, así que no le da importancia.
—Sí. —Conforme le contesta, varias personas se lo llevan a festejar el triunfo; le arrastran gradas abajo.
En vez de seguir a todos, Vicent se aleja unos pasos, dispuesto a sacar otro cigarro. A lo lejos puede ver cómo un fotógrafo ayuda a subir a Quique Martín al larguero. La sonrisa le llega de oreja a oreja.
—Al mejor extremo izquierdo del mundo de todos los tiempos —vuelve a leer la inscripción de su valiosa pitillera en voz alta—. Es hora de encontrar a tu dueño y de que vuelvas a casa. Esto es más grande que todos nosotros juntos.
Álvaro Coll.
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