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Recordem el gol d'Antón al Sabadell en el dia que fa 44 anys que es va produir amb este article de Joaquín Rios-Capapé que repassa tot el que va passar aquella primavera des del punt de vista de la seua vivència personal.
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Recordem el gol d'Antón al Sabadell en el dia que fa 44 anys que es va produir amb este article de Joaquín Rios-Capapé que repassa tot el que va passar aquella primavera des del punt de vista de la seua vivència personal.
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Hay cosas que nunca se olvidan. Y aquellas semanas del año 1971 quedaron marcadas por cuatro partidos del VCF que siempre perdurarán en mi memoria. Partidos que afianzaron mi Valencianismo, más aún si cabe de lo que ya lo estaba en mi corazón. Que marcaron a fuego, en mi piel y en mi alma, para siempre, el amor por mi Club y el orgullo de ser parte de él.
Yo empecé a ir a Mestalla varios años antes. A principios de los sesenta. Con aquel Valencia de Guillot y Waldo. Aquel de las dos Copas de Ferias. El Presidente, un Señor de pies a cabeza, D. Julio de Miguel y Martínez de Bujanda, hizo directivo, entre otros, a su amigo, a mi abuelo materno: Don Sebastián Carpi Vilar. Eran otros tiempos. Tiempos que, por desgracia, nunca volverán. Eran tiempos de hombres que siguieron la estela que marcó D. Luis Casanova Giner y los suyos. Eran gente que regalaban su tiempo, su cariño, su “saber estar” y su dinero (a fondo perdido) por el Club de sus vidas. Y yo mamé eso en mi casa y en la de mis abuelos Carpi.
Comencé a ir a Mestalla, con apenas seis años, acompañado de mi madre o de mi padre, y turnándome con mi hermano Jacobo, a un pequeño palquito con cuatro sillas de enea, (justo detrás del palco de autoridades), del cual a mi padre, por mor de su cargo (delegado de información y turismo) le correspondían dos de ellas.
Unos años más tarde cambiamos de localidades. Dos de ellas estaban a nombre de de mi abuelo Sebastián y mi abuela Maruja, que son las que desde el año 92, están a mi nombre y al de mi hermano Miguel. Las otras dos estaban a nombre de mi padre y mi madre. Y allí íbamos, partido a partido, mis padres, mi hermano Jacobo y yo.
Y desde aquellas sillas de enea, grité como un poseso con el gol de Forment, al Celta. La gente se abrazaba, aplaudía, reía y lloraba. Y no era para menos. Llegó en tiempo de descuento y fue un momento mágico. Se mantenía el liderato. Y no solo nos abrazábamos en la grada, los jugadores en el campo hacían lo mismo, locos de contento. Y Mestalla se inundó de aquellas almohadillas de entonces que la gente lanzó al césped, aportando un toque de locura más a la enajenación que durante minutos provocó el gol del de Almenara. Lo recuerdo como si fuera ayer. Aquel fue el primero de aquellos cuatro partidos de aquel año que se quedaron grabados en mi memoria para siempre. Estaba a punto de cumplir 14 años.
El segundo de ellos, no lo vi. Lo escuché por la radio en casa de mis abuelos, a la que habíamos ido a comer. Nos enfrentábamos al Sabadell F.C., dirigido, curiosamente, por Bernardino Pérez Elizarán, el irrepetible Pasieguito. Ese día, mi hermano pequeño, Miguel, de apenas siete meses, “volvió a nacer”. Recuerdo la tensión de casi todos, reunidos en el salón, alrededor de aquella Zenith trans-oceanic Royal (pedazo de radio, en todos los sentidos), haciendo fuerza, con el corazón en un puño porque la liga se nos escapaba. Una amiga de la familia, Lolita Aliño, ¡qué grande eras, Lolita!, valencianista hasta la médula, seguía, como todos, con el alma en vilo la retransmisión, en pie, con mi hermano en brazos. Y de repente, como de la nada, surgió aquel zapatazo de Antón, ¡con la derecha!, que nos hizo saltar a todos levantando los brazos, jubilosos, con el corazón a mil por hora. Lo curioso del momento, fue que la buena de Lolita hizo lo mismo. Y mi hermano Miguel cayó a plomo para acabar, gracias a Dios, encima de un sofá, en vez de aterrizar sobre la mesa de cristal o el mismo suelo. Recuerdo el rapapolvo de mi madre a Lolita, el susto que todos nos llevamos y el pelotazo de anís del Mono que ella se arreó, no sé si para celebrar el gol o para aplacar su sobresalto. Tenía 14 años. Los había cumplido el día anterior, 3 de abril. Y el mejor regalo de cumpleaños, sin duda alguna, me lo hizo Antonio Martínez Morales, Antón.
El tercero de ellos, más que del angustioso partido, recuerdo aquella vuelta hacia la grada de Alfredo Di Stéfano, con los dos índices levantados, como preguntando si era verdad que el Atleti y el Barça había empatado a 1 y, a pesar de haber perdido en Sarriá, éramos campeones de Liga. ¡Y vaya que sí, lo éramos! 24 años después éramos, de nuevo, los mejores. Como decía, más allá de todo eso, recuerdo con si fuera hoy, la acogida al equipo en Mestalla, cuyos jugadores paseaban el trofeo conquistado alrededor de todas las gradas, a reventar de una afición enardecida y loca de alegría. Ese día, mi abuelo Sebastián, me cogió de la mano y me llevó, con él, al palco de autoridades, desde el que me emocioné como el chaval que era y donde acabé, entre sollozos de alegría, en un llanto irrefrenable, cantando el himno regional y jurándome, que siempre sería parte de la afición de ese Club, a la cual miraba, entre lágrimas, asombrado, estupefacto y orgulloso de ser parte de ella, absolutamente entregada a su equipo y a su gesta. Aún me emociono cuando lo recuerdo y, aún más, ahora que lo escribo.
Y el cuarto partido, que nunca se me olvidará, fue la final de copa de ese año en el Bernabeu, contra el Barça. Fui hasta allí con mis padres, no recuerdo ahora si mi hermano estaba o no. Y pasamos de la euforia al desengaño, a la rabia. Ante un desplazamiento masivo de Valencianistas (aún recuerdo los gritos continuos de Valencia, Valencia, Valencia….). Aquellos goles de Claramunt, de penalti, y de Paquito, remontados después por los de Fusté y Zabalza, la extraña expulsión de Sol, con aquel penalti a Sergio que el incalificable trencilla Sáiz Elizondo sacó al borde del área, señalando falta en lugar de lo que era (hay cosas que nunca cambiarán). Aquella prórroga con un jugador menos, en la que de nuevo Zabalza, adelantó a los blaugranas, tras rechazar Abelardo prodigiosamente un remate a bocajarro de Asensi y los rugidos de júbilo de miles de Valencianistas cuando Valdez empató de cabezazo cruzado al primer palo, peinando el balón, a lanzamiento de saque de esquina de Claramunt II. Y el último gol de Alfonseda que nos dejó a todos helados. Y aún así, el Valencia siguió luchando y Forment estuvo a punto de volver a marcar de cabeza, lo cual impidió Reina con un paradón. Yo lloraba de rabia, pero lo hacía también de emoción, por el orgullo, por el coraje, por el pundonor del equipo, que aquel día, inmerecidamente no consiguió, “no se le dejó” conseguir el ansiado doblete. De derrotas como aquella también se aprende a comprender la GRANDEZA del Valencia Club de Fútbol.
SEMPRE AMUNT!!
Chimo Ríos-Capapé Carpi
Socio y accionista del Valencia CF, desgraciadamente SAD
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Yo empecé a ir a Mestalla varios años antes. A principios de los sesenta. Con aquel Valencia de Guillot y Waldo. Aquel de las dos Copas de Ferias. El Presidente, un Señor de pies a cabeza, D. Julio de Miguel y Martínez de Bujanda, hizo directivo, entre otros, a su amigo, a mi abuelo materno: Don Sebastián Carpi Vilar. Eran otros tiempos. Tiempos que, por desgracia, nunca volverán. Eran tiempos de hombres que siguieron la estela que marcó D. Luis Casanova Giner y los suyos. Eran gente que regalaban su tiempo, su cariño, su “saber estar” y su dinero (a fondo perdido) por el Club de sus vidas. Y yo mamé eso en mi casa y en la de mis abuelos Carpi.
Comencé a ir a Mestalla, con apenas seis años, acompañado de mi madre o de mi padre, y turnándome con mi hermano Jacobo, a un pequeño palquito con cuatro sillas de enea, (justo detrás del palco de autoridades), del cual a mi padre, por mor de su cargo (delegado de información y turismo) le correspondían dos de ellas.
Unos años más tarde cambiamos de localidades. Dos de ellas estaban a nombre de de mi abuelo Sebastián y mi abuela Maruja, que son las que desde el año 92, están a mi nombre y al de mi hermano Miguel. Las otras dos estaban a nombre de mi padre y mi madre. Y allí íbamos, partido a partido, mis padres, mi hermano Jacobo y yo.
Y desde aquellas sillas de enea, grité como un poseso con el gol de Forment, al Celta. La gente se abrazaba, aplaudía, reía y lloraba. Y no era para menos. Llegó en tiempo de descuento y fue un momento mágico. Se mantenía el liderato. Y no solo nos abrazábamos en la grada, los jugadores en el campo hacían lo mismo, locos de contento. Y Mestalla se inundó de aquellas almohadillas de entonces que la gente lanzó al césped, aportando un toque de locura más a la enajenación que durante minutos provocó el gol del de Almenara. Lo recuerdo como si fuera ayer. Aquel fue el primero de aquellos cuatro partidos de aquel año que se quedaron grabados en mi memoria para siempre. Estaba a punto de cumplir 14 años.
El segundo de ellos, no lo vi. Lo escuché por la radio en casa de mis abuelos, a la que habíamos ido a comer. Nos enfrentábamos al Sabadell F.C., dirigido, curiosamente, por Bernardino Pérez Elizarán, el irrepetible Pasieguito. Ese día, mi hermano pequeño, Miguel, de apenas siete meses, “volvió a nacer”. Recuerdo la tensión de casi todos, reunidos en el salón, alrededor de aquella Zenith trans-oceanic Royal (pedazo de radio, en todos los sentidos), haciendo fuerza, con el corazón en un puño porque la liga se nos escapaba. Una amiga de la familia, Lolita Aliño, ¡qué grande eras, Lolita!, valencianista hasta la médula, seguía, como todos, con el alma en vilo la retransmisión, en pie, con mi hermano en brazos. Y de repente, como de la nada, surgió aquel zapatazo de Antón, ¡con la derecha!, que nos hizo saltar a todos levantando los brazos, jubilosos, con el corazón a mil por hora. Lo curioso del momento, fue que la buena de Lolita hizo lo mismo. Y mi hermano Miguel cayó a plomo para acabar, gracias a Dios, encima de un sofá, en vez de aterrizar sobre la mesa de cristal o el mismo suelo. Recuerdo el rapapolvo de mi madre a Lolita, el susto que todos nos llevamos y el pelotazo de anís del Mono que ella se arreó, no sé si para celebrar el gol o para aplacar su sobresalto. Tenía 14 años. Los había cumplido el día anterior, 3 de abril. Y el mejor regalo de cumpleaños, sin duda alguna, me lo hizo Antonio Martínez Morales, Antón.
El tercero de ellos, más que del angustioso partido, recuerdo aquella vuelta hacia la grada de Alfredo Di Stéfano, con los dos índices levantados, como preguntando si era verdad que el Atleti y el Barça había empatado a 1 y, a pesar de haber perdido en Sarriá, éramos campeones de Liga. ¡Y vaya que sí, lo éramos! 24 años después éramos, de nuevo, los mejores. Como decía, más allá de todo eso, recuerdo con si fuera hoy, la acogida al equipo en Mestalla, cuyos jugadores paseaban el trofeo conquistado alrededor de todas las gradas, a reventar de una afición enardecida y loca de alegría. Ese día, mi abuelo Sebastián, me cogió de la mano y me llevó, con él, al palco de autoridades, desde el que me emocioné como el chaval que era y donde acabé, entre sollozos de alegría, en un llanto irrefrenable, cantando el himno regional y jurándome, que siempre sería parte de la afición de ese Club, a la cual miraba, entre lágrimas, asombrado, estupefacto y orgulloso de ser parte de ella, absolutamente entregada a su equipo y a su gesta. Aún me emociono cuando lo recuerdo y, aún más, ahora que lo escribo.
Y el cuarto partido, que nunca se me olvidará, fue la final de copa de ese año en el Bernabeu, contra el Barça. Fui hasta allí con mis padres, no recuerdo ahora si mi hermano estaba o no. Y pasamos de la euforia al desengaño, a la rabia. Ante un desplazamiento masivo de Valencianistas (aún recuerdo los gritos continuos de Valencia, Valencia, Valencia….). Aquellos goles de Claramunt, de penalti, y de Paquito, remontados después por los de Fusté y Zabalza, la extraña expulsión de Sol, con aquel penalti a Sergio que el incalificable trencilla Sáiz Elizondo sacó al borde del área, señalando falta en lugar de lo que era (hay cosas que nunca cambiarán). Aquella prórroga con un jugador menos, en la que de nuevo Zabalza, adelantó a los blaugranas, tras rechazar Abelardo prodigiosamente un remate a bocajarro de Asensi y los rugidos de júbilo de miles de Valencianistas cuando Valdez empató de cabezazo cruzado al primer palo, peinando el balón, a lanzamiento de saque de esquina de Claramunt II. Y el último gol de Alfonseda que nos dejó a todos helados. Y aún así, el Valencia siguió luchando y Forment estuvo a punto de volver a marcar de cabeza, lo cual impidió Reina con un paradón. Yo lloraba de rabia, pero lo hacía también de emoción, por el orgullo, por el coraje, por el pundonor del equipo, que aquel día, inmerecidamente no consiguió, “no se le dejó” conseguir el ansiado doblete. De derrotas como aquella también se aprende a comprender la GRANDEZA del Valencia Club de Fútbol.
SEMPRE AMUNT!!
Chimo Ríos-Capapé Carpi
Socio y accionista del Valencia CF, desgraciadamente SAD
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1 comentari:
excelente post Ximo
gracias por compartirlo con todos.
BT
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