Pequeños, de la mano de su padre, abrigados en exceso por su madre, con el coche aparcado en La Alameda, enfilaban por las calles hasta llegar al campo.
La algarabía, el olor a puro, la gente en las puertas de los bares, risotadas y el claxon de los que intentaban aparcar lo más cercano posible al campo.
A la altura de los puestos donde vendían las bufandas, las banderas, pipas y palomitas, divisaban al vendedor de regaliz. Con el fardo debajo de un brazo y las tijeras en la mano del otro. ¿Cómo la quieres? Yo de palmo y finita. A mi gorda.
Mientras, subían hasta sus asientos, el sabor les llenaba la boca, el dulzor impregnaba su lengua, bajando hasta la garganta con un toque amargo que empalagaba y no dejaba resquicio a nada más. Eso junto con el olor del Chesterfield sin filtro que encendía el padre.
Leían la revista que había en el asiento, buscando la plantilla del equipo contrario, su estadio, cuantos cabían, el árbitro, la clasificación, la próxima jornada, las claves para descifrar los partidos del “Marcador Dardo”. Mientras, el trozo de regaliz del pequeño ya iba por la mitad, toda mordida y machacada, como a él le gustaba. El mayor, por el contrario, prefería roerla poco a poco, chuparla y que le durara más, como si del cigarro del padre se tratara.
Siempre se preguntaban donde se cultivaría, como sería la planta, cuanto tiempo tardaba en crecer. Imaginaban que la trían de tierras lejanas, para ellos.
De vuelta a casa, comentaban excitados el partido, las jugadas, el arbitraje. ¿Por qué pitan si son los nuestros? ¿Ha perdido el Madrid? ¿Cómo vamos en la clasificación? Aún les duraba el sabor de regaliz.
Solo la comían el día del partido. Entretanto le eran infiel con pipas, chicles y otras golosinas.
Crecieron. Cambiaron los jugadores. Descenso. Vuelta a primera. Entrenadores. Pusieron vallas. Las quitaron. Se hizo negro el pantalón y las calzas. Este año sí que tenemos equipo. Bueno el que viene si, ya verás. Acciones. Cambios de ubicación en el campo. Pasaron de la Coca-Cola a la cerveza. Y aunque el olor a Chesterfield dejo de acompañarles, el sabor de la regaliz no cambió nunca.
Era un ritual, comprarla, decir que estaba más seca, que si antes era más grande el trozo que les vendían.
Vinieron nuevas valencianistas, herederas del sentimiento, del padecimiento y del regaliz.
Aunque ellas preferían otras chucherías, ellos les compraban su cachito de regaliz, para perpetuar la tradición.
Me gusta el sabor a regaliz de Mestalla. Comerla junto a mi hermano.
Diego E.
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