Desde que habito en el piso de la promoción de viviendas que construyeron en los terrenos de Mestalla mi existencia no es la misma.
No tiene la culpa la calidad de los pisos, no. Creo que está acorde con la publicidad con que los vendieron.
Buenas vistas, amplios, bien orientados, dotados de servicios adecuados. Hasta la zona recreativa para los más pequeños que rememora el campo hace que quieran pasar el mayor tiempo posible en ella, disfrutando, jugando, corriendo…
Soy yo.
Noto que una nostalgia blanquinegra se ha apoderado de mí.
Ya me lo dijo Jesús, “yo no podría comprarme un piso sobre Mestalla”.
No soy al único que le pasa. Somos bastantes los que deambulamos por los pasillos, los que nos cruzamos en los patios, nos miramos y nuestro saludo nos arranca por un instante una sonrisa.
¡Amunt! dice uno.
¡Sempre! responden los otros.
Muchas veces me descubro a mí mismo mirando por las ventanas hacia donde debería estar el GolGran.
Otras tantas, voy al centro social habilitado para los vecinos que se encuentra donde estaban los vestuarios y hasta puedo oler las victorias, las derrotas, el sudor de los jugadores extenuados, eufóricos, cansados. El linimento lo impregna todo. Oigo sus voces, sus quejas, la charla del míster, los gritos con que se infunden ánimos. Hasta el utillero se ríe con las bromas y yo con ellos.
La afición, la joven, la que ha ido rellenando el espacio dejado por los mayores, los que quedan, se trasladó al nuevo campo.
Sólo los melancólicos nos reunimos los días de partido.
Quedamos en la plaza que hicieron en lo que era el centro del campo.
En ese sitio ahora una placa te recuerda lo que allí se vivió, las tardes de ilusión, el jolgorio de los niños, los reniegos de los viejos, los cánticos de los más jóvenes a los que se unen el resto, las noches gloriosas, los días de malos resultados, los pañuelos hacia la presidencia, el ánimo con el que empezaban las temporadas, los “enguany si”, los goles que nos llevaron a triunfos, los encajados recibidos con dolor, el silencio triste de descensos…
Hasta nos parece oír los cánticos de la grada.
Ataviados con nuestra bufandas que hacemos girar al viento, cantamos los himnos que unen a los congregados, desafiando a los rivales, identificándonos como tribu.
Muchas veces me parece ver la fila de banderas que marcaban la posición en la clasificación.
Los marcadores se reflejan en los cristales de los ventanales de las viviendas. Y gritamos. Y cantamos. Y animamos.
Luego volvemos a nuestros nuevos hogares.
Tratamos de contarles a los que conviven con nosotros lo grandes que fuimos, lo importante que somos.
Ellos no lo escuchan, parecen ignorarnos.
Pero insistimos hasta que, hartos de que no nos hagan caso, arrastramos alguna silla, descolgamos algún cuadro, golpeamos la pared.
Todo para que sepan que SOM EL VALENCIA.
Que no olviden que de aquí, nuestra casa, no nos tirarán. Algunos vecinos han empezado a quejarse. Tienen miedo.
Alguien dice haber visto a seres que como alma en pena vagan por las zonas comunes. Comentan que que creen que alguno lleva una peluca naranja, otro bajito y regordete lleva un chandal del equipo, otros van vestidos de jugadores, otros visten de traje… Murmuran que han oido voces cantando, vituperando, animando. Todo ello en los días de partido.
No sé si llegaran a entender lo que significa ser del Valencia, pero han empezado a saber lo que es vivir junto a los espíritus de Mestalla.
Diego E.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada